Se acaba de publicar en Science un estudio que vincula el ruido ambiente al desarrollo de las aves; se ha demostrado que someter los huevos días antes de eclosionar al sonido de tráfico cercano interfiere con su desarrollo. Los efectos son acumulables y pueden suceder años después. Está demostrado que la exposición crónica a ruidos fuertes, como los que hay habitualmente en las ciudades, afectan también a los humanos: no solamente al estado de ánimo sino a la cognición, al sueño y la conducta. Los ambientes ruidosos son insalubres y provocan directamente enfermedad y muerte. No es casual, además, que en los mapas de sonido de las ciudades sean los barrios de menos renta aquellos donde el ruido es mayor. De la misma forma que otras contaminaciones, la acústica tiene una geografía marcada por la renta, pero sobre todo por la desidia para dedicarles más atención que a los acomodados porque allí fallan servicios públicos, zonas verdes, transportes públicos y ofertas culturales. Nos hemos acostumbrado a pensar que esta situación era una realidad de siempre y punto. Pero ahora tenemos pruebas suficientes de que la situación injusta, ruidosa, contaminada, mata. Y enferma.

Más peligroso es que en los últimos tiempos se promuevan políticas basadas en la aporofobia, discursos en los que las zonas o barrios vulnerables y sobre todo sus habitantes, con mayor proporción de origen familiar extranjero, se convierten en la causa del problema siendo sus víctimas. Como si estas personas optaran por vivir peor, con menos dinero, con más ruido y demás. Esa necedad criminal está en la base de ese ideario de ultraderecha que, para colmo, acusa a las escasas políticas de compensación de ser parte de un programa de invasión, como esa ficción neonazi del gran remplazo que se escucha cada vez más por estos pagos.